Cuando era chica tenía unos patines metálicos con ruedas amarillas. Eran de esos patines que uno se amarraba al zapato, y que, más encima, eran extensibles. Los debo haber usado, desde los 8 a los 13. Desaparecieron en un cambio de casa. Presumo que cuando llegamos a Valdivia, porque no me acuerdo de mí en patines esos años. Cuando vivía en Conce, incluso fui con ellos al colegio. Eran lindos. Y hace años que me penan… Cuando salió la tontera de los patines en línea, a mi hermana chica le compraron unos, pero nunca me entusiasmaron tanto como los otros, lo de antes…

Este año fuimos de nuevo a la Vega. Esta vez nos acompañaron Sandy y su hija Michelle, Mary, mi prima, y su amiga Vivi. Fue bien especial, porque había menos gente que otros años, pero poder compartir con ellas y con la gente de la Vega fue lindo. Fue ampliar el cuento que se produce cada año, porque no es lo mismo contarlo que vivirlo. Y después hicimos una cena bien piolita, pero bien conversada también. Es la primera Navidad que invitamos a alguien a la casa. Y también fue lindo. Cuando caminábamos a la casa pasada la medianoche, Michelle hizo un comentario sobre la gente que andaba en la calle y si era peligroso. Jaime le dijo que, después de lo que había hecho esa noche, se sintiera segura, porque no sabíamos si había un ángel disfrazado en la calle. Y unos perritos juguetones nos siguieron todo el camino, haciéndonos compañía.

Parece que este año me porté bien. Bueno, al menos eso sentí el domingo pasado, cuando iba a la feria y me encontré, entre unos cachivaches, un par de patines como los míos. No tenían cordones, ni frenos buenos, pero sí unas estupendas ruedas rojas y todos sus tornillos y tuercas en perfecto estado. A $ 500. Y ahí estaba mi viejo pascuero. Desgarbado y sucio, vendiendo cualquier cosa para llevar plata a su casa. Y entregándome esos patines que me hicieron sentir contenta y creyendo más fuerte en que la Navidad y las cosas buenas todavía perduran.